La Época - Sunday, April 14, 1895

Hay todo un capítulo de psicología, y de psicología femenina, en la fruición con que los periódicos franceses comentan el proceso escandaloso de Londres, de que há salido cubierto de ridículo y de vergaenza el escritor Oscar Wilde. El júbilo dé la Prensa de París, que no se toma el trabajo dé ocultar sus sentimientos, recuerda la alegría con que las mujeres ligeras de cascos suelen acoger la caída de una amiga que las humillaba con su virtud. Las abominaciones de la gazmoña Inglaterra, la patria del cant y del rigorismo puritano, son el desquite del pays del pays du tendre, la rehabilitación de Citheres. Aquellos bailes de loa artistas parisienses, en que el atavío de las bailarinas hubiera sido paradisíaco á no ear por las medias, resultan ahora entretenimientos inocentes y casi morales, comparados con los que servían de solaz á los tristes personajes del proceso de Londres.

El protagonista de esta vergonzosa historia no hubiera alcanzado nunca con sus libros lá notoriedad que ha conseguido con la revelación de sus costumbres. Sin embargo, gracias á la práctica inteligente del reclamo, había adquirido cierta personalidad de literato original y estrambótico, y llegó á colaborar en publicaciones importantes como la Nineteenth Century, la Fortnightly Review y el Atheneum. Cuando se representó en América su comedia Patience - una sátira de las extravagancias artísticas qué conocía el autor por experiencia propia - fué allá el propio Wilde, contratado por un Barnum; y dando conferencias en que según cuentan, se presentabá con una flor en la mano, consiguio animar la taquilla. En el país del reclamo, este reclamó de sí mismo pareció cosa muy natural; pero, como dice uno de los periodicos franceses que han hablado estos días del asunto, bastaba para juzgar al hombre.

Era Oscar Wilde una especie de Sâr Peladan británico, sólo que, en vez de darle por la magia y por uña resurrección grotesca de los rosacruces, le dió por cosas peores. Como aquél, gustaba de llamar la atención con trajes excéntricos y arrastraba tras sí un grupo de imbéciles, qué, tomando por genio sus afectadas rarezas, formaban una especie de corte al que creían una especie de Ibsen británico.

Es posible que se hubiera hablado muy poco de la estética de Osear Wilde, á no mediar el proceso que ha puesto en claro cómo entendía en la práctica el estetismo. No falta ahora quien establezca relación entre las ideas y las costumbres de ese personaje que ha caído deáde la historiá literaria en la Gaceta de los Tribunales. Tal vez no hay tanta distancia como se piensa entre las aberraciones mentales y las depravaciones físicas. El afán de buscar estimulantes intelectuales en lo monstruoso, ehlo anormal, en lo extraordinario, puede pasar de la teoría á la práctica. El caso de Oscar Wilde es quizá un Caso de patología literaria, á más dé serlo de patología social. Es posible que haya en éste asuntotan repugnante un aviso á los partidarios de las escuelas decadentes que no quieran llegar, en su décadenela, hasta el amor griego.

Quien triunfacon estas cosas es Max Nordau, que las predijo, ó poco menos, en su famoso libro Degeneración. Un periodista francés ha ido á ver al autor de Las mentiras convencionales para que le dijese su opinión sobre Oscar Wilde, y el escritor húngaro, después de explicar cómo el jere de los estéticos ingleses es un maniático dominado por el afán histérico de llamar lá atención de dar que hablar (cosa quo en ver dad ha conseguido) ha citado algunas frases entresacadas de las obras de Wilde, que manifiestan su afición á la paradoja y su carencia de ideas morales.

«Todas las malas poesías salto do sentlmiantos verdaderos... Ser natural equivale á ser evidente, y ser evidente vale tanto como ser antiartístico... Cuando las gentes están de acuerdo conmigo, comprendo que me hé equivocado... La tontería es el único pecado que existe... Una idea que no es peligrosa no es digna de ser idea... La estética es superior á la moral... El sentido del color es más importante para el desenvolvimiento del individuo que el sentido do lo justo y de lo injusto.»

Con este credo moral y esta aversión á todo lo natural y lo corriente, se explican las escabrosas aventuras de Wilde. Su corrupción no es, en último término, más que una aplicación práctica de esa antigua teoria de las dos morales, la moral de los grandes hombres y la del vulgo, inventada para justificar todos los vicios y que aún profesan muchos que no alardean de decadentes ni de inventores de estéticas nuevas.

E. GÓMEZ DE BAQUERO

El Nacional - Friday, May 31, 1895

Hay todo un capítulo de psicología, y de psicología femenina, en la fruición con que los periódicos franceses comentan el proceso escandaloso de Londres, de que há salido cubierto de ridículo y de vergünza el escritor Oscar Wilde. El júbilo de la Prensa de París, que no se toma el trabajo dé ocultar sus sentimientos, recuerda la alegría con que las mujeres ligeras de cascos suelen acoger la caída de una amiga que las humillaba con su virtud. Las abominaciones de la gazmoña Inglaterra, la patria del cant y del rigorismo puritano, son el desquite del pays del pays du tendre, la rehabilitación de Citheres. Aquellos bailes de loa artistas parisienses, en que el atavío de las bailarinas hubiera sido paradisíaco á no ear por las medias, resultan ahora entretenimientos inocentes y casi morales, comparados con los que servían de solaz á los tristes personajes del proceso de Londres.

El protagonista de esta vergonzosa historia no hubiera alcanzado nunca con sus libros lá notoriedad que ha conseguido con la revelación de sus costumbres. Sin embargo, gracias á la práctica inteligente del reclamo, había adquirido cierta personalidad de literato original y estrambótico, y llegó á colaborar en publicaciones importantes como la Nineteenth Century, la Fortnightly Review y el Atheneum. Cuando se representó en América su comedia Patience - una sátira de las extravagancias artísticas qué conocía el autor por experiencia propia - fué allá el propio Wilde, contratado por un Barnum; y dando conferencias en que según cuentan, se presentabá con una flor en la mano, consiguio animar la taquilla. En el país del reclamo, este reclamó de sí mismo pareció cosa muy natural; pero, como dice uno de los periodicos franceses que han hablado estos días del asunto, bastaba para juzgar al hombre.

Era Oscar Wilde una especie de Sâr Peladan británico, sólo que, en vez de darle por la magia y por uña resurrección grotesca de los rosacruces, le dió por cosas peores. Como aquél, gustaba de llamar la atención con trajes excéntricos y arrastraba tras sí un grupo de imbéciles, qué, tomando por genio sus afectadas rarezas, formaban una especie de corte al que creían una especie de Ibsen británico.

Es posible que se hubiera hablado muy poco de la estética de Osear Wilde, á no mediar el proceso que ha puesto en claro cómo entendía en la práctica el estetismo. No falta ahora quien establezca relación entre las ideas y las costumbres de ese personaje que ha caído deáde la historiá literaria en la Gaceta de los Tribunales. Tal vez no hay tanta distancia como se piensa entre las aberraciones mentales y las depravaciones físicas. El afán de buscar estimulantes intelectuales en lo monstruoso, ehlo anormal, en lo extraordinario, puede pasar de la teoría á la práctica. El caso de Oscar Wilde es quizá un Caso de patología literaria, á más dé serlo de patología social. Es posible que haya en éste asuntotan repugnante un aviso á los partidarios de las escuelas decadentes que no quieran llegar en su décadenela hasta la bestialidad.

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